Mira el siguiente episodio
ver más: Vuelve a la mezquita por Navidad
Postal desde Córdoba
¡Hay que camino tan largo! Salíamos al atardecer y nos esperaba una noche entera, antes de llegar a Córdoba. Iba el tren atestado. En cada vagón, en cada compartimiento, se apretujaban soldados acabados de enrolar que no sabían lo que les esperaba. Fuera lo que fuera, aquella Navidad no la pasarían en casa. Yo tampoco, pero a mí los que me esperaban me regalarían la ciudad entera.
Con ellos me acerqué al puente romano para asomarme al Guadalquivir, el río grande de los árabes. Y el paseo incluyó, claro, la gran mezquita. Cruzamos el patio de los Naranjos, al encuentro de la puerta de las Palmas. Y di un primer paso por el haram, la sala de oraciones. No había pisado un recinto igual. Un bosque de columnas, más de quinientas. No me alcanzaba la vista. La sensación de espacio me sacudió con una bocanada de las que hacen aflorar lágrimas en los ojos.
No había pisado algo igual: un bosque de columnas, más de quinientas. No me alcanzaba la vista”
Hasta entonces, lo más cercano a aquella impresión, lo habría sentido en el gótico, en la catedral de León o Santa Maria del Mar. Y tardaría años en pisar otros edificios similares, como la Gran Mezquita de la tunecina Cairouán, la mezquita de los Omeyas de Damasco y su hermana de Alepo, todas con su propia magia pero ninguna con su tamaño. Para sentir algo parecido debería haber conocido Estambul, la inconmensurable Santa Sofía o las diáfanas obras del arquitecto Sinán, que se construyeron cuando el centro del mundo se encontraban en la ciudad, igual que Córdoba al levantar su mezquita.
También recorrí la judería, de donde hasta san Rafael se había ausentado y supuse refugiado junto a una lumbre con sus alas plegadas, porque por las calles blancas, detrás de cada esquina, acechaba un frío afilado como la hoja de una navaja. Que a nosotros nos daba igual, porque el calor de mis gentes resplandecía como un traje de luces. Y, al entrar en sus hogares, el frío se quedaba en el ropero donde colgábamos abrigos y bufandas, mientras de la cocina salían las fragancias más suculentas y en el comedor nos esperaban las notas de almendra y miel, limón, canela y sésamo de las bandejas repletas de mantecados, roscos y alfajores. Y de banda sonora, un disco de Carlos Cano.

Pero todo llega a su fin, que terminó con broche de oro. Nos fuimos de pícnic a unas ruinas, un laberinto de paredes arcaicas. ¿Cómo se llamaba el lugar? Medina Azahara, me respondieron. Y solo quedó esperar el tren que me devolvería a casa con un océano de añoranza mordiéndome las entrañas. Dejé Córdoba tan lejos…
Y regresé un verano. Habían pasado los años. Y era entonces el calor el que barría las calles. Vi a una pareja que salía de un hotel de postín y, tal como ponían un pie fuera, daban media vuelta y entraban de nuevo al interior acondicionado. Pisé otra vez la mezquita, cada mañana temprano, durante la hora que el acceso es gratis, y cada vez me sacudió la antigua bocanada. Y también me acerqué donde el pícnic. Había cambiado el lugar y estaba todo tan bien dispuesto que, entre las ruinas fabulosas, no pude imaginar donde habíamos tendido el mantel. De quedar quedan los caminos, me dije, pero cómo cambian los destinos.