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Descubrimientos
La comarca alicantina es una caja de sorpresas con calas recónditas de aguas cristalinas, senderos excavados en rocas descarnadas, lagunas de colores, dunas y mil placeres más en una región bendecida por el Mediterráneo

Salomé García
Hay un lugar en la Tierra donde la magia se vuelve realidad. Una tierra al sur de la Comunitat Valenciana serpenteada por 244 kilómetros de calas y playas de aguas cristalinas, con sierras medio escondidas, pinares imponentes, lagunas y salares de unas tonalidades tan increíbles que no parecen de este mundo, praderas de posidonia y dunas infinitas. Un paraíso con 320 días de sol al año y unas temperaturas agradables los 12 meses del año. Ese lugar se llama Costa Blanca.
De los paisajes rocosos al mar
Más allá de las clásicas postales estivales, con sus Moros y Cristianos y sus días de playa al sol, la Costa Blanca esconde auténticas joyas para disfrutar en cualquier momento del año. Un paraíso para los amantes de las fotos imponentes y para los que disfrutan descubriendo pequeños pueblos lejos del bullicio del gran turismo. Un buen punto de partida es El Forat, un túnel natural de unos 20 metros en la Sierra de Bèrnia, un magnífico karst que premia al senderista con un inesperado ojo de buey con vistas a Altea, la Serra Gelada y valle de Guadalest. Otro imprescindible es el descarnado paisaje rojizo labrado por el río Monnegre en el Barranco de las Salinas. Un enclave de dramática belleza sobre terrenos arcillosos y yesos del período Triásico entre las localidades de Tibi, Jijona y Mutxamel.

La seña de identidad de la Marina Alta son, precisamente, esos espacios rocosos, acantilados abruptos que esconden grutas marinas a las que solo se accede en barca, kajak o pádel surf, y calas semisalvajes solo aptas para el viajero que se adentra por sus escarpados senderos. Aquí se concentran tres de los hitos geográficos que definen la silueta de nariz afilada de la provincia alicantina (dibujada por el Cabo de San Antonio, Cabo de San Martín y Cabo de la Nao). Por no hablar del Peñón de Ifach, en Calpe, o las calas rocosas de Benidorm, como la del Tío Ximo, con sus aguas cristalinas y mansas, que invitan a alejarse de la vorágine de la ciudad de los rascacielos mediterránea (no en balde a Benidorm se la conoce como Beniyork) para descubrir el lado más insólito del Mare Nostrum. Enclaves naturales, sin chiringuitos ni tiendas de souvenirs, abruptos, con su punto hippy y siempre sorprendentes.
Explosión de colores
En Jávea algunos vecinos bromean con la posibilidad de que Ulises nunca arribara a la costa griega de Ítaca. Dejan caer que, en realidad, el navío del héroe de Homero acabó en la cala del Portixol. Para muestra, sus casas a pie de playa con paredes encaladas y puertas azules, rodeadas de matorrales mediterráneos silvestres. Nada que envidiar a las postales de Mykonos o Santorini. En Villajoyosa los relatos del pasado nos llevan a su muralla, erigida para proteger a los vecinos de los piratas berberiscos en el siglo XVI. Aunque su estampa más instagrameable son sus casas de fachadas multicolor, un truco de los pescadores de antaño para divisar su hogar a simple vista desde alta mar cuando regresaban a tierra.

En Altea sus calles lucen una explosión de colores que va desde las casas encaladas y las vibrantes buganvillas hasta sus dos icónicas cúpulas de cerámica vidriada en azul y blanco de la iglesia de la Virgen del Consuelo. La poesía cromática llega hasta el Parque Natural de Las Lagunas de La Mata y Torrevieja, donde la Dunaliella salina, una peculiar microalga, tiñe el agua de un tono rosado. Según la incidencia del sol, esta laguna salada se ve magenta, morado o de intenso granate. Algunos kilómetros tierra adentro, el verde del palmeral de Elche domina majestuoso el paisaje, mientras que en la coqueta Guardamar del Segura, el ocre de la arena de sus dunas imponentes nos traslada a un paisaje natural de belleza salvaje y casi desértica. Más allá de la costa, la pequeña isla de Tabarca esconde playas con bosques de posidonia, erizos y una exultante vida submarina.
El placer del buen comer
La Costa Blanca cuenta con el privilegio de una gastronomía rica en matices y sabores que se nutre de productos de la huerta y del mar. Exhibe orgullosa 13 restaurantes con Estrella Michelin, un viaje culinario de exultante creatividad y delicados sabores que sale de los fogones de chef consagrados como Quique Dacosta en Denia, Kiko Moya en L’Escaleta, o el BonAmb, de Alberto Ferruz, en la Carretera de Benitachell (Xàbia). Pero también del Beat en Calpe, Peix & Brases en Denia, o Baeza & Rufete, en Alicante, por citar solo algunos.

Ya sin la fanfarria de las certificaciones, también se puede disfrutar de un espléndido caldero marinero en Tabarca, con su gallina (un pescado habitual en estas aguas) y sus ñoras. O de las más de 300 recetas de arroces, la olleta de la montaña o la pericana (conocida como pipes i carasses en Elche), una peculiar salsa a base de pimientos secos, aceite de oliva y pescado en salazón. Y qué decir de los helados artesanos en el puerto de Santa Pola, los chocolates, los turrones y la famosa mistela de Lliber, punto de inicio de la ruta de los riuraus. En estas construcciones típicas alicantinas se pasifica la uva con técnicas heredadas de los romanos. Una cita imprescindible para los amantes del enoturismo, ya sea en coche o en bicicleta.